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“Eran lobos nocturnos, cazadores clandestinos de muros y superficies”. Lo subversivo y lo furtivo asoman ya en las primeras líneas de El francotirador paciente, un thriller literario que Pérez Reverte dedicó a un grafitero que ajustaba cuentas burlando la legalidad a base de aerosol. El grafiti no ha muerto, no han desaparecido esas manifestaciones nacidas a finales de los años sesenta en comunidades afroamericanas marginales como Queens, el Bronx o Brooklyn, poéticas, sin normas, con un sinfín de filosofías y códigos ocultos que perseguían conquistar espacio y visibilidad, y que en España entraron con fuerza en los años 80, a rastras del hip hop.
No ha muerto el grafiti. Banksy sigue siendo una súper estrella sin rostro con muchas reivindicaciones por hacer, y en Madrid, no hace tanto que pasó por comisaría Kirax, uno de los treneros (grafiteros de trenes) más buscados. Pero sí hay síntomas de que los tiempos están cambiando para el arte callejero. Para empezar, en los circuitos artísticos, si bien siempre ha suscitado interés -a ojos de Basquiat, Keith Haring o Warhol-, hoy los popes parecen valorarlo más que nunca, exhibiéndolo en festivales, publicaciones o galerías especializadas como la Tate Modern, donde ha expuesto, por ejemplo, la artista urbana española Nuria Mora. “El sistema sigue reticente a aceptar una forma de arte que percibe como demasiado popular, pero no dejan de surgir nuevas galerías y museos que trabajan con artistas provenientes del grafiti y el arte urbano”, opina Javier Abarca, artista, investigador y docente especializado en grafiti, fundador de Urbanario.
Por otro lado, instituciones y marcas comerciales le hacen encargos a este colectivo que hace de las fachadas su lienzo, sirva como muestra la madrileña estación de metro Paco de Lucía y el mural con el que Rosh 333 y Okuda le imprimieron color. Y lo más importante, los ciudadanos, los vecinos que al salir de casa se dan de bruces con las obras que visten sus portales, llevan tiempo simpatizando con muchas de ellas. “El arte urbano ha creado su propio público, distinto al de galerías y museos, y mucho más numeroso. Hace unos años parecía una fiebre pasajera, pero el interés sigue ahí”, observa Abarca.
“El arte urbano ha madurado”, confirma Boa Mistura, “y, por suerte, muchas son las instituciones que lo quieren. Es una nueva manera de llegar a las calles, de hablar con la gente, de comunicarse desde el dibujo, desde los colores, desde la palabra”. Así, a juicio de Elena García Gayo, Conservadora Restauradora de Bienes Culturales y directora del Observatorio de Arte Urbano, quizá “habría que empezar a distinguir las diferentes manifestaciones artísticas que hay en la calle”, expresa, “o, como diría Rafael Schacter, si el Arte Urbano es un periodo más del arte, habría que empezar por diferenciar varias etapas”.
Un arte callejero que suele definirse más por sus diferencias con el grafiti que por las esencias que le son propias, como ser experimental, arquitectónico, socializador, impulsor de participación ciudadana y herramienta de cambio. Se practica no solo en barrios de renta baja, carece del feísmo frecuente en el grafiti, utiliza técnicas más sofisticadas–plantillas o stencils, bricolaje urbano o soportes publicitarios- y constituye “un atractivo turístico”, asegura el pintor Eduardo Hermida.
Hermida puso en marcha, en 2008 y en Ferrol (La Coruña), la ya famosa Ruta de las Meninas en el entonces deprimido barrio de Canido, en el marco de la cual varios artistas han reinterpretado el célebre cuadro de Velázquez en las fachadas de edificios desocupados o ruinosos. “La idea surgió al cansarme de ver cada día caer las casas de mi barrio, y notarlo triste y vacío. Pensé que yo podía hacer algo, dar un poco de color a esas paredes sumamente abandonadas. Fue un acto más reivindicativo que artístico, una llamada de atención a las autoridades sobre cómo estaba Canido, uno de los barrios históricos de la ciudad”.
El optimismo colorista de los murales ha resultado contagioso. “No puedo asegurar que el proyecto lo haya propiciado, pero intuyo que ha contribuido a que hoy haya más de 11.000 personas censadas en el barrio, frente a las poco más de 2.000 que había cuando lo pusimos en marcha. Y hay más negocios, bares, tiendas de alimentación… En todo momento lo hice de manera legal, pedí permisos e incluso algo de ayuda económica”. Así ha arraigado una idea que ya ha recibido propuestas de exportarse a Madrid, Barcelona, Gijón, Francia o Ucrania.
Pero el nuevo arte urbano no está libre de desafíos. “A veces se crea demasiado merchandising en torno a estos proyectos”, lamenta Hermida, “y aunque puede ser fantástico que gracias a mi idea se vuelva edificar y ocupar viviendas, la gentrificación no me parece positiva, y no me gustaría contribuir a entrar en otra burbuja inmobiliaria”.
En la misma línea, Javier Abarca observa que el arte urbano “puede ser subversivo en el sentido constructivo de la palabra, porque enriquece el orden de las cosas para el viandante. Pero para eso necesita funcionar a escala humana, de tú a tú, necesita trabajar con su contexto, y necesita desperdigarse por el territorio proponiendo rutas alternativas. Los murales mastodónticos que hoy en día se venden como arte urbano no tienen nada de esto. Son decoración, la tapadera ideal para la especulación inmobiliaria”.
Además, el arte urbano está a la vista de todos. ¿Cómo poner de acuerdo a artistas y vecinos en lo que debe figurar en los muros de sus barrios? “Si gusta se deja, y si no gusta se borra. Jurídicamente los muros son de los propietarios del inmueble, y sólo media una cuestión de sensibilidad”, aclara García Gayo, aunque “el artista es uno y los vecinos son muchos, parece difícil llegar a un consenso cuando se va a decidir por una razón tan particular como el gusto”. En el caso de los grandes murales, “hay siempre un encargo y habría que empezar a pensar en la ley de propiedad intelectual que está a favor del artista. ¿Existe protección legal para no ver un anuncio determinado desde la ventana de tu casa? Parece ser que no existe protección para el derecho de vistas”, expresa la conservadora.
En todo caso, este arte está expuesto de lleno al sol, la lluvia, los tubos de escape, los balonazos, las latas de cerveza, el paso del tiempo… ¿Está condenado a ser efímero? “La primera decisión para conservarlo es querer hacerlo, que el artista y el dueño del muro estén de acuerdo. Que un grupo de personas quiera buscar las vías para su protección, consultar a los profesionales adecuados para crear un plan de actuación a largo plazo, hacer revisiones periódicas y realizar las intervenciones imprescindibles”, explica García Gayo, aunque ninguna de estas obras “llegará al siglo XXII”.
Las nuevas formas de arte urbano, los murales reclamados, coexisten con el grafiti de toda la vida, entendido a menudo como vandalismo, y perseguido, en general, tomando como referente el modelo de Tolerancia Cero aplicado por Rudolf Giuliani en la Nueva York de los 90. “El grafiti se castiga con dureza, incluso con años de cárcel en países como Inglaterra o EEUU. Un poco desproporcionado para una simple capa de pintura. Los edificios pintados son a menudo más criminales en muchos sentidos, y más difíciles de borrar”, reflexiona Abarca.
En España, son los municipios los que prescriben las sanciones o faltas penales por grafiti, aunque la Ley de Seguridad Ciudadana, la apodada Ley Mordaza, dispuso una base para endurecerlas. Para García Gayo, existe “un gran desequilibrio. Hay muchas fórmulas para la publicidad y muy pocas para cualquier otro tipo de expresión. Esto es lo que se está demandado con fórmulas artísticas, pero se reciben como ataques, cuando en realidad son el equivalente a una reclamación administrativa de una necesidad de la calle”. A su juicio, “existe la idea instalada de que los espacios públicos deben ser neutros y lo que se reclama es la posibilidad de formar parte de una personalización que facilite el arraigo al territorio. Los muros hablan, y habría que empezar a leerlos”.